No recuerdo si alguna vez les he comentado sobre la “vida marina” de nuestra familia, que en realidad no solo transcurrió en el mar sino también en el lago Madden. Seguramente, algo les habré contado pues mis padres y sus siete hijos siempre estuvimos muy apegados a las aguas. De niños, cada domingo armábamos emparedades de mantequilla de maní con jalea, metíamos en el carro la única caja de botellas de soda que jamás hubo en la casa y que solo se llenaban para el domingo, pasábamos por la hielera de Calidonia a comprar un bloque de hielo y nos dirigíamos al Club de Yates y Pesca para zarpar rumbo a Taboga.
Allí mi papá anclaba la lancha y nos lanzaba al mar para que nadáramos a la orilla donde pasábamos buena parte del día jugando hasta que fuera hora de regresar al bote a comernos el almuerzo rapidito porque lo único que queríamos era volver al agua. Cuando el destino era el hotel para alguna corta vacación o un apartamentito que mi papá les alquiló a unas tías en la isla se ameritaba el viaje en panga a la orilla para poder llevar el equipaje. Fue así como conocí a los pangueros.
No me pregunten por qué, pero ayer se vinieron a mi mente estos personajes. Quizás porque estaba conversando con alguien sobre los motores fuera de borda que utilizan hoy en día estas embarcaciones, a diferencia de los pangueros de mis días de infancia y juventud que movían su embarcación a puro remo. Tengo tan claro en mi mente esos viajes, los cuales muchas veces debían atracar en la playa porque el muelle de Taboga con frecuencia presentaba problemas.
Cuando se anclaba la lancha se hacían señas para que se acercara alguno de los pangueros quienes eran conocidos por sus nombres y/o apodos. El hombre y colocaba su panga junto al bote cuidando siempre que no se golpeara, sabían como hacerlo y como mantenerla estable mientras los viajeros de la lancha se pasaban junto con todas sus pertenencias. Siempre había un pocito de agua en el fondo y había que tener cuidado de poner las maletas con ropa sobre los “asientos” que eran, y todavía son, tablones atravesados. Si en la punta de la embarcación no había agua en el fondo se podían ubicar allí, aunque era el área que más se salpicaba con las olas del mar.
El panguero solía estar en pantalones cortos que me daba la impresión de que alguna vez habían sido largos o con pantalones largos remangados hasta la media pantorrilla. Siempre descalzos y con la piel de los pies achurradita por permanecer mojada gran parte del tiempo. Estaban curtidos por el sol, del color de los troncos añosos y en el rostro se observaban las marcas de una vida de esfuerzo. Los brazos fuertes, muy fuertes y las manos callosas de tanto abrazar los remos.
Los recuerdo cariñosos, siempre con el brazo extendido para auxiliar en el embarque y parados con las piernas separadas para mantener el balance de su embarcación supongo. Tengo mucho tiempo de no visitar la isla y seguramente habrá una nueva generación de pangueros si es que los hay, pero los viejos serán por siempre recordados.
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