Vengo de la generación en donde la religión era impuesta a los hijos con una disciplina estricta.

Cuando niña me hablaron de un Dios estricto, castigador, inflexible; también conocí gráficamente aquel “ojo” que seguía mis movimientos, viví con la amenaza de que por cualquier mentira iría al infierno. Ese temor me robó noches de sueño.

En la escuela había una materia llamada Religión y Moral, para mí solo un vago recuerdo y mucha seguridad de casi ningún aprendizaje. Sin embargo, tuve la dicha de tener como abuela a una mujer realmente creyente.

En agradecimiento a un hecho insólito, casi milagroso, mi abuela Lucía ofreció a la Virgen del Carmen vestir ropa color chocolate como prueba de devoción a ella; así la conocí cuando nací y así la despedí cuando murió.

Mi abuela ha sido la referente de mi fe. Cuando iba de visita a nuestra casa a las 6:00 p.m. sacaba su rosario. Automáticamente mis hermanos y yo nos sentábamos ceremoniosamente a su alrededor para acompañarla a rezar: el rosario, las letanías y escuchábamos las hermosas oraciones antiguas, como la Magnífica, que aprendimos y nunca hemos olvidado.

Ella dedicó su vida a rezar. Vivía sola, sus vecinos nos contaban que con frecuencia y a cualquier hora conocidos y desconocidos la iban a buscar para llevarla a rezar por un enfermo, un difunto, un niño enfermo, etc.

Algunos lugares quedaban muy lejos, tenían que ir en bote, a pie, caballo. Dormía en lugares humildes, sin comodidades.

Como una aventura, a los 21 años decidí acompañarla a un rezo no distante. Pagué todos mis pecados, rezó desde que se ocultó el sol hasta que salió, sin descansar, mientras yo dormía en el carro. Jamás aceptó remuneración, de eso se trataba su promesa de rezar al que lo necesitara.

Cada año en la Semana Mayor el recuerdo de mi abuela es más fuerte, sus enseñanzas están tan arraigadas que no puedo ponerme ropa de colores, evito música, hago un acto de contrición evaluando cada estación de la sufrida por Jesús, su amor, su muerte, su sacrificio y este año no fue la excepción por eso la quise honrar.

Vivo cada etapa de mi vida bajo mi libre albedrío, responsable de mis actos y con la conciencia de mis acciones buenas o malas; pero pienso que le #caigobienaDios porque en su infinita misericordia me ha dejado hacer, pero sutilmente me reenfoca, reencarrila, protege, bendice e inclusive apapacha, también me da tremendas regañadas por no prestar atención a sus señales.

Hoy puedo decir que desde casi 36 años he estado trabajando en mí, en mi deseo de ser mejor ser humano. Pienso que mis acciones repercuten en mis hijos, por eso cuido mis actos. No soy perfecta, pero cada día soy mejor que el día anterior. Me aferro a Dios sobre todas las cosas; es mi cayado, mi guía y protección incondicional.

Mi fe procede del ejemplo de mi abuela, de mi amistad con el padre Benjamín Gallegos, un hombre bendecido, de mi madre catecúmena, de mi permanente deseo de estar en sintonía con Dios y tratar de no fallarle.

* La autora dirige la fundación Psoriasis de Panamá desde hace 12 años.