Durante seis años consecutivos formé parte de la banda de guerra de mi colegio, específicamente en la sección de liras. Esto significaba que cada 3 y 4 de noviembre, en lugar de paseos o salidas, mis días comenzaban levantándome temprano para cantar el himno en el colegio antes de trasladarnos al desfile. Aunque no estábamos entre los primeros en marchar, tampoco éramos de los últimos, así que nos tocaba ubicarnos temprano en Casco Antiguo.
Por cinco años recorrimos la ruta desde el Casco Antiguo hasta la Cinta Costera, y no fue sino hasta mi año de graduación que nos cambiaron la ruta del 4 de noviembre para desfilar por calle 50.
Las experiencias de desfilar con tus amigos un 3 y 4 de noviembre son muy diversas. Un recuerdo que llega a mi memoria es que, en varias ocasiones, nos tocó esperar frente a una cafetería y ese lugar (el único con aire acondicionado) se transformaba en una especia de mercado persa de estudiantes, maestros y padres, entrando y saliendo con pastelitos, cafés, jugos, batidos y mucho más.
Uno de los recuerdos más graciosos fue un 3 de noviembre en que el presidente de turno se retrasó tanto que el desfile demoró horas en comenzar. Al final, mis compañeros y yo terminamos acostados sobre los adoquines del Casco Antiguo, con nuestros uniformes blancos, descansando en el suelo, cada uno apoyando la cabeza en las piernas de otro. Mi mamá me miraba medio mal, preocupada de que me ensuciara, pero hacía tanto calor y nada se movía que poco me importó. Además, no había llovido, y el suelo –aunque pasaban cientos de carros y personas– no se veía tan sucio.
Al día siguiente, un medio digital publicó una nota sobre los retrasos de los desfiles, y para nuestra sorpresa, en la portada estábamos mis compañeros y yo acostados en el suelo, con la noticia de que los estudiantes quedaron varados durante horas. ¡Qué pena, pero cómo nos reímos al verlo!
Pasar frente al Palacio Presidencial era otra experiencia; tocaba sonreír para las cámaras de televisión y, si tenías suerte, quedabas en una esquina donde la cámara te enfocaba. A veces sonreíamos tanto que terminábamos con dolor en los cachetes. Para querer contrarrestar eso, en muchas fotos terminé saliendo seria.
La verdadera diversión, al menos para mí, llegaba cuando llovía el 4 de noviembre durante el desfile. En el calor panameño, una buena lluvia era refrescante. Recuerdo una ocasión en que llovió tan fuerte que tenía que quitarme el agua de los ojos para seguir avanzando. Mi tía siempre evoca que en su época, eso era lo peor porque se les corría el maquillaje y se les mojaba el uniforme, pero a mí me encantaba y me hacía reír con mis amigas.
Y hablando de amigas, tuve la suerte de desfilar junto a dos de mis mejores amigas todos esos años. Íbamos una al lado de la otra, lanzándonos miradas cómplices y susurrándonos cosas. “Ese señor me estaba mirando... ¡mira, ahí está fulanito! ¿Cuándo nos van a dar agua? ¡Cuidado te caes!” – cientos de conversaciones entre risas sucedieron durante esos desfiles.
Y sí que era un alivio cuando llegaban a darnos agua. Al principio, eran nuestros padres quienes nos ayudaban, pero con el tiempo el colegio organizó una brigada de estudiantes voluntarios que se encargaban de repartir agua y ayudarnos en caso de emergencia.
Mi mamá siempre estuvo allí, acompañándome los seis años y bailando con los otros padres al ritmo de nuestra música al final de la formación. Mi papá, en cambio, solo fue una vez y como que no le gustó. Después prefería ir con mi abuela y ubicarse en un lugar estratégico de la ruta del desfile para verme pasar y saludarme. Eso sí, siempre me fue a ver.
Experiencias fueron muchas (cabe destacar que nunca me desmayé durante esos desfiles) y los recuerdos los llevo atesorados en mi memoria. Cinco años después y, por primera vez luego de graduarme, asistiré a ver a los desfiles y formaré parte de ese enorme grupo de personas que una vez me vieron desfilar a mí.
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