Elisa Guerra sabe lo que es educar en todos los niveles de la educación básica. Igual da una conferencia o un curso sobre educación en Bruselas que en Qatar. Un día concede una entrevista sobre el arte de la enseñanza para CNN y al otro para The Guardian.

La recompensa de todos sus esfuerzos se vio reflejada cuando en el 2015 el Banco Interamericano del Desarrollo y Movimiento Alas la distinguieron como la Mejor Educadora en América Latina y el Caribe.

En el marco del Hay Fórum Ciudad de Panamá, Elisa Guerra charlará con la escritora colombiana Velia Vidal el martes 23 de enero, a las 10:00 a.m., en el auditorio de La Manzana (Santa Ana). El programa completo de este festival lo encuentran en la página www.hayfestival.com/forum/panama

¿Cuándo supiste que te querías dedicar a la educación?

Fue un proceso gradual. Primero supe que quería enseñar a mis hijos, porque quería para ellos los mismos regalos que yo había recibido: el amor por la lectura, por ejemplo. Cuando llegó el momento de que mi primer hijo entrara a la escuela, empezó un “peregrinar” por diferentes instituciones. Ninguna me convencía. Todas eran lindas, con bonitas instalaciones, con docentes cálidas y alegres. Pero me parecía que las expectativas que se tenían sobre los niños pequeños, en general, eran muy parcas. Los programas, en mi humilde manera de ver, eran muy escuetos, muy poco ambiciosos. Así es que después de pasar por tres escuelas diferentes y no encontrar lo que buscaba, decidí que, si quería otro tipo de educación, tendría que fundar la escuela que quería para mis hijos.

Y eso hiciste.

Fui muy ingenua, debo confesar, y al mismo tiempo muy arrogante. Yo no tenía formación docente. Mi única experiencia como maestra la había adquirido en la sala de mi casa, sentada en el piso, con mis hijos como únicos alumnos. Pensé que sería fácil. Minimicé la labor docente. Cuando más tarde me enfrenté a un aula con una docena de niños pequeños, me di cuenta de lo poco preparada que estaba, lo difícil que era. Todos los niños lloraban: era la primera vez que se separaban de sus madres. Y ahí estaba yo, intentando inútilmente abrazarlos a todos, sin brazos suficientes, sin estrategias, sin conocimiento. Estuve a punto de claudicar. Lloraban los niños y por dentro, lloraba yo con ellos. Fueron días y semanas muy difíciles.

Pero aguantaste.

Por orgullo, o porque no me quedaba de otra. Me dije que era imperativo, por lo menos, terminar el ciclo escolar. Finalizar lo que había comenzado. No dejar las cosas a medias, no traicionar la confianza de las familias que habían creído en mi proyecto. Eso fue hace mucho tiempo: este 2024 cumplo 25 años como maestra. A los pocos meses de esa promesa que me hice, de ese “permiso” que me otorgué para abandonar el barco pasado el tiempo autoimpuesto, ya estaba enganchada con la labor educativa. Ya había probado sus mieles, y habiendo conocido tan cercanamente sus amarguras, esas mieles eran aún más dulces. Me fui enamorando de la docencia poquito a poco. Por eso cuando digo que me convertí en maestra por accidente, en realidad estoy diciendo la mitad de la verdad. Encontrarme en un aula fue el accidente; pero abrazar la profesión docente, esa ya fue una decisión.

¿Qué tienen en común el docente que está en un salón de clases, el que imparte en un aula universitario o participa de un evento académico?

Un buen maestro, a mi manera de ver, es también un “performer”, un artista, un animador, un “entertainer”. El aburrimiento es el pecado capital en la educación. Un buen docente, en principio, podría sacar sonrisas incluso del tema más árido, así como un cómico arranca carcajadas de la historia más simple. Y eso es lo mismo con todos los seres humanos: los chicos en la escuela primaria, los jóvenes universitarios, los adultos que asisten a un congreso. Si quieres enseñar, si quieres comunicar algo, necesitas emocionar.

¿Ser docente significa lo mismo en un colegio primario que en una universidad o en un congreso?

En algunas cosas sí. En otras cosas, para nada porque es muy diferente. Los chicos, por supuesto, están en una etapa de desarrollo diferente a los jóvenes y a los adultos. Por un lado, sus cerebros son mucho más plásticos y sensibles, pueden aprender casi cualquier cosa con mayor facilidad. Pero también tienen menos experiencia de vida, menos conocimientos de los cuales echar mano para un aprendizaje significativo. Tenemos que crear para ellos un ambiente enriquecido. Las diferencias en los contextos también son significativas. En la educación formal –como la escuela primaria y la universidad– tienes tiempo para crear relaciones con tus estudiantes, y de hecho, esas relaciones son primordiales para hacer un buen papel como docente. En los congresos, lecturas públicas o cuenta-cuentos, tienes un tiempo muy limitado con los asistentes –ni siquiera me atrevo a llamarlos estudiantes- y es posible tener muchas cabezas en el auditorio: desde varias decenas hasta varios cientos o incluso un par de miles. Toda esa gente se traga tu energía, y afortunadamente también te devuelve la suya, si logras ganártela. Pero no crearás relaciones personales con ellos: el tiempo y el número lo impiden. Las herramientas, en ese sentido, serán diferentes.

¿Cuál es tú método para crear un buen ambiente en el aula?

¡Ups! En realidad, no tengo un “método”, por lo menos no en el sentido de que tenga una serie de pasos desarrollados, una especie de protocolo. Creo que es algo que más bien “se va sintiendo”. Lo primero es que los chicos te sientan cercana, accesible, cálida. Muchos creen que la excelencia académica se logra a través de la severidad, yo creo que se logran mejores avances si a las altas miras se suman expectativas claras y un trato amable. Justo en los últimos resultados de PISA 2022 (pero esto no es nada nuevo), la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) nos confirma que los estudiantes obtienen un mejor desempeño académico cuando están con un docente al que quieren, que “les cae bien”.

¿Qué te parece inaceptable en materia educativa?

Aprender es un proceso naturalmente gozoso: nacimos para aprender, de ello depende nuestra supervivencia. Por eso somos curiosos, por eso el cerebro se siente atraído por lo nuevo y lo desconocido, por eso tenemos una enorme sensación de logro cuando llegamos a comprender algo que no entendíamos, o cuando somos capaces de resolver un problema. Lo que me parece aberrante en materia educativa es que se llegue a tomar este proceso naturalmente feliz y, a fuerza de empujones, hacerlo entrar en una camisa de fuerza: convertirlo en una experiencia exasperante o incluso traumática.

Elisa Guerra: la sociedad le falló a la educación

Por su labor docente ha sido honrada por The Institutes for the Archievement of Human Potential, el Child Brain Development Academy y el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey. Cortesía/Daniel Mordzinski

La sacudida de la inteligencia artificial

¿Las bondades y los riesgos de lo digital en la educación?

La llegada de la llamada “inteligencia aritificial” es la que tiene el mayor potencial de disrupción. Dice el escritor e historiador Yuval Noah Harari, que lo que hace diferente a la IA, con respecto a otras innovaciones tecnológicas, es la autonomía en dos habilidades importantísimas: primero, autonomía para generar nuevas ideas, y luego, autonomía para tomar decisiones. Ninguna otra revolución tecnológica en el pasado tuvo estas características. El ejemplo que presenta Harari es muy elocuente: la llegada de la imprenta significó que de pronto un libro podía reproducirse miles de veces con mínimo esfuerzo. Sin embargo, todos esos libros eran reproducciones de una obra original humana. La imprenta no creó nunca un libro nuevo. Creo que las posibles implicaciones rebasan la imaginación humana (o por lo menos, mi propia imaginación) no sólo en el área de la educación, sino en la vida misma. La sacudida de la IA en la educación puede ser mayor, mucho mayor, que la causada por la pandemia.

¿Un momento genial que hayas experimentado en tu labor de promover la lectura?

Cada vez que un niño aprende a leer –cuando él o ella descubren, por primera ocasión, que el libro que acarician les devuelve el murmullo, que hay vida en esas páginas quietas, conversaciones que se despliegan sólo para ellos un día cualquiera, como si fuera magia… cuando eso sucede, tengo la sensación de estar presenciando un milagro. Lo he visto muchas veces, pero no las suficientes. Es un milagro esperado, pero no sucede tan frecuentemente como debiera. Hay muchos que pasan la vida esperándolo, sin que llegue, sin saber a ciencia cierta lo que han perdido.

¿La lectura como un derecho indispensable?

La alfabetización es un derecho fundamental de todo ser humano. Creemos que está contenida en el derecho a la educación, pero no es así. Tristemente hemos confirmado que estar escolarizados no es sinónimo de aprender. Que es posible – y no es infrecuente- pasar años en la escuela sin lograr las habilidades más básicas. Poder leer es un derecho impostergable porque sin él somos más vulnerables, tendremos menores herramientas para defender los demás derechos.

¿Han logrado sus metas la escuela y la sociedad?

En muchos sentidos, la escuela les ha fallado a nuestros niños. Y en toda justicia, debemos reconocer también que la sociedad le ha fallado a la escuela, la ha abrumado con cargas excesivas, la ha dejado sola con una labor monumental que corresponde a todos. Y nos hemos acostumbrado a los bajos resultados, hemos normalizado la ineficiencia, nos hemos dedicado a repartir culpas más que encontrar soluciones.

¿Hay soluciones?

Quizá no perfectas, seguramente incompletas, pero por lo menos con posibilidades reales de mejora. Hay muchos docentes, padres, estudiantes, y otros actores educativos que en este momento están aplicando ideas disruptivas en el aula y más allá. Algunas de esas ideas funcionarán, otras quizá no. Y así es como avanza la ciencia, así es como puede avanzar la educación.