Fui batutera dos años (en cuarto y quinto año). En sexto grado desfilé llevando el estandarte del colegio por ser primer puesto de honor. Por eso, ese año, no desfilé como batutera porque me tocaba llevar el estandarte.
Recuerdo que mi papá y mi hermano caminaban todo el recorrido conmigo, me daban agua durante el camino para mantenerme hidratada.
Podíamos ingresar al cuerpo de batuteras las que tuviéramos promedio mayor a 4.5 y según la estatura (había una estatura mínima que debíamos tener). Yo cumplía con ambos requisitos así que adicioné y me aceptaron. Estudiaba en el colegio Ernesto T. Lefevre, en Juan Díaz.
Desfilé los días 3 y 4 de noviembre. Los desfiles iniciaban en el estadio Rommel Fernández y ‘rompían’ en la Iglesia Virgen del Carmen, en Juan Díaz.
Mi uniforme era blanco con tela de satín. La falda era arriba de la rodilla y al borde tenía una boa roja que me encantaba. La parte de arriba tenía botones dorados y hombreras con flequillos rojos. Me gustaba mucho la falda porque tenía cierto vuelo y me gustaba que se movía conmigo. Me incomodaba muchísimo las hombreras, me picaban por dentro y también me daba calor las medias pantihouse.
Un 4 de noviembre llovió durísimo y mis medias pantihouse se veían horrible todas mojadas. Recuerdo que, en una ocasión, se me cayó la batuta y mi papá corrió a través de toda la gente para recogerla. Se me acercó y me dijo rapidito que no me preocupara, que nadie se había dado cuenta, que nadie me había visto (claramente sí me habían visto, pero yo le creí a mi papá y seguí adelante como si nada).
En el lugar donde culminaba el desfile había una refresquería donde vendían malteada de chocolate con hamburguesa y al terminar, mi papá siempre me llevaba ahí. Yo iba todo el desfile pensando en la malteada de chocolate que me esperaba al final.
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