Conciliar la idea que podamos vivir en un planeta con recursos suficientes –en calidad y cantidad- para todos, de manera saludable y sostenible, puede ser la caracterización de utopía; sin embargo, ¿de qué vivimos si no lo intentamos? Si no trabajamos para lograrlo, cualquier meta inferior es un despropósito.

“La tierra provee los suficientes recursos para satisfacer nuestras necesidades, pero no nuestra avaricia”. Esta frase del maestro Gandhi resume la crisis de fondo que vivimos hoy; no hay escases de recursos, sino abundancia de avaricia, excesos y despilfarro. En la medida que el objeto del desarrollo se ha enfocado en el tener más y más cómodamente, nos sobregiramos en la capacidad del planeta de producir todo lo que demandamos de él. Nuestro vivir cotidiano está simbióticamente ligado a la capacidad que tiene el planeta de proveer lo que necesitamos, desde el oxígeno que respiramos, hasta de procesar todo lo que desechamos.  

Existe un indicador que se conoce como “huella ecológica”, creado para conocer el grado de impacto de la sociedad sobre el ambiente, propuesto en 1996 por William Rees y Malthis Wackernagel.  Desde entonces se está midiendo el impacto que deja en el planeta nuestro consumo, generación de emisiones GEI y desperdicios, en relación a la biocapacidad de la Tierra en regenerarse para producir y procesar.

En 2023, el 2 de agosto, entramos en números rojos, según el Global Footprint Network. Los habitantes de la tierra habíamos consumido el capital natural disponible para el resto del año, lo que significa que consumimos los recursos necesarios para sustentar la vida de nuestros hijos en el futuro. Justamente lo contrario de sostenibilidad, que es la garantía que nuestro consumo no reduzca los recursos para las generaciones por venir.

¿Cómo lo logramos? Relacionando más y mejor nuestras actividades económicas con el entorno natural. En la producción de alimento, la industrialización y globalización está afectando el equilibrio necesario; producir monocultivos todo el año, fuera de temporada para luego llevarlos de un extremo a otro del planeta, es insostenible y ahonda la huella. Debemos consumir más local y estacional, a modo de respetar los ciclos naturales que nos garantizan productividad mañana. Así también en cómo nos movemos, construimos o lo que compramos constantemente para desechar, en cada una de estas acciones tenemos posibilidades de modificar conductas, recalificar materiales más acordes con nuestro entorno y reducir lo que compramos.

El planeta no soporta nuestros excesos y lo cierto es que todavía no se ha encontrado otro planeta que brinde las condiciones necesarias para que acoja nuestra vida. Si así fuera el caso, ¿vamos como las plagas conquistando y arrasando para migrar otra vez?

Es lo que pareciera que ocurre en Panamá, por ejemplo, cuando acabamos por las malas prácticas agroproductivas, la golpeada región de Azuero; dejándola sin bosques y con escases y contaminación hídrica, y ahora vamos a la conquista del Darién con las consecuencias que estallan ante nuestros ojos. O qué decir de la destructiva actividad de la minería metálica a cielo abierto, no solo porque extrae un mineral sino que, para sacarlo, hay que destruir ríos y montañas, ecosistemas completos; todo esto so pretexto de justificar una transición energética para “salvar al planeta”. Me pregunto: ¿para salvarlo de qué, o más bien deberíamos protegerlo de “quienes” no entienden sus límites?.

El camino a la sostenibilidad es cuesta arriba y depende de la actitud individual, pero también colectiva. En este camino no gana nadie por ir más rápido, ganamos todos si vamos juntos.


* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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