Pajita, Ventura y Palanca. Chila, Josefa y Purita. Cuando Sandra Eleta habla de sus fotos usa nombres de pila. Para ella no son sujetos de paso con los que atrapó un momento o documentó un proyecto.
Son gente que conocía: Palanca, el ayudante de bus; Chila, la que le brindó arroz con coco y burgao; Josefa, la hechicera que le invitó a fotografiar una cura de mal de ojo y que le prometió que vería nacer a su tercer ojo.
Cuando la historiadora de arte y escritora Mónica Kupfer recibió la llamada de la Fundación Casa Santana para escribir sobre la obra de Sandra Eleta se embarcó en un viaje que iba a durar dos años. No iría sola. La acompañaría un grupo de expertos de Casa Santana y, por supuesto, el eje de todo: Sandra Eleta, la fotógrafa panameña de más proyección internacional.
El libro Sandra Eleta, El Entorno Invisible, estuvo listo para un estreno internacional en la exhibición francesa Paris Photo este año, con la casa editorial latinoamericana, RM, especializada en libros de arte, que coedita el libro.
La conexión con esa editorial la hicieron a través de Graciela Iturbide, la conocida fotógrafa mexicana, que conoce el trabajo de Sandra y lo recomienda. “Nunca imaginamos que íbamos a presentar este libro en París”, cuenta Mónica, aún emocionada.
Mónica Kupfer: fotos en palabras
Mónica Kupfer: fotos en palabras
‘Sandra, ¿esta foto de cuándo es?’
Mónica se propuso primero recopilar el material escrito sobre Sandra y leerlo. Recurrió al archivo de la artista, en su casa en Portobelo. Compró carpetas y empezó a ordenar los recortes de periódicos y reseñas. Había mucho en inglés, francés y alemán prueba de la variedad de lugares donde había expuesto. Sus primeras exposiciones, en la década de 1970, no fueron en Panamá. Y muchas de sus fotos se exhibieron primero en tierras lejanas.
Lo difícil empezó cuando hubo que fechar. “¿Sandra, esta foto de cuándo es?”, preguntaba Mónica. “No sé, no recuerdo”, solía ser la respuesta. Su memoria guardaba nombres, lugares y situaciones, pero no calendarios. No le interesa. Ni siquiera recuerda en qué año se mudó a Portobelo.
La escritora se dio cuenta de que una misma foto aparecía en tres catálogos, pero con tres fechas. Otra vez consultaba a la fotógrafa, quien no tardó en reconocer que cuando un curador le pedía una fecha, ella se la daba y él o ella se iba tranquilo. En el libro, muchas fotos tienen a pie de página la letra ‘c’ antes de una fecha, que significa circa, aproximadamente tal fecha.
Mónica quería que la lectura fuera amena. Elaboró una cronología exhaustiva de lo que hizo Sandra cada año de su vida. Así la gente seguir sus pasos y entender cómo iba cambiando ella y su forma de fotografíar, pero dejó esa lista de años para las páginas finales.
Tomando en consideración que el libro era encargado para Casa Santana, y que para esta organización es importante el trabajo con las comunidades, Mónica incluyó el proyecto Taller Portobelo, que Sandra ayudó a organizar para que las mujeres tuvieran una cooperativa para vender las piezas que cosían. Esta idea se les ocurrió al ver las colchas de retazos. El artista Juan Dalvera ayudó a organizarlas.
Una bruja en guayabera
En octubre de este año, el festival de periodismo Gabo, en Medellín, Colombia, presentó la exposición AfricaAmericanos. El jardín botánico de la ciudad exhibió en formato grande imágenes de seis fotógrafos que reflejaban señas de la diáspora africana en el continente. Allí estaba la serie Portobelo, de Sandra Eleta, y sus imágenes más emblemáticas, como Putulungo, el pescador de pulpos, que hasta tiene uno pegado a la espalda; o Catalina, la señora con las flores de papo en la cabeza, la foto que, al principio, consideraban sería la portada del libro.
Mónica Kupfer: fotos en palabras
En la charla ofrecida sobre AfricaAmericanos en Medellín, escuché cómo se presentaba a Sandra: una panameña de clase alta que, a pesar de los prejuicios, estableció en la década de 1970 una conexión con la gente de Portobelo, en Colón. Se fue a vivir allá entre descendientes de africanos que llegaron esclavizados.
Mónica Kupfer explica que Sandra nunca se ha considerado fotoperiodista, documentalista ni militante de alguna causa. Solo es fotógrafa.
Sin embargo, su lente muestra la intimidad, la risa, el desparpajo y las nimiedades de personajes que no suelen ser el centro de los relatos, a menos que les ocurra una desgracia o un crimen.
En su carrera, Sandra no solo retrató a la gente de Portobelo, también fotografió al personal del servicio doméstico de su familia y a mujeres de Guna Yala. Sobre esas imágenes, Mónica le preguntó “¿y estas foto?”. Sandra le dijo: “Sí, yo viví un tiempo en Guna Yala”.
La vida de la fotógrafa está plagada de relatos increíbles. Siempre le preguntan cómo nació su relación con Portobelo. Mónica decidió contar esto con las propias palabras de la fotógrafa: la grabó y quedó registrado en el libro bajo el título Memorias de Portobelo.
Allí cuenta que un día su papá Almarán, como ella le decía, pidió que vistieran “bien” a la niña porque la llevaría a conocer al embajador de España. Nunca fue cierto. Se la llevó ‘envuelta en encajes y cintas’ a ver el mar más turquesa. En carro, por un camino de selva, llegaron a Portobelo. Allí conoció, en vez de al embajador, al señor D’orci, un negro de las Antillas que salvó a su abuelo de morir por una cortada de machete. D’Orci le hizo un torniquete, lo cargó y lo llevó en bote, remando por horas. Sandra nunca olvidó ese relato ni la emoción con la que su papá se lo contó.
Años después se mudó a la casa que D’Orci, al fallecer, le dejó a su papá Almarán, según cuenta ella. Era una casa que algunos creían embrujada. En el pueblo no había luz y nadie entendía qué buscaba ella allí. La visita de un amigo la terminó de convencer de que estaba en el lugar más fascinante en que podía estar. Sandra se quedó. Encendía muchas velas en la noche y usaba las guayaberas D’Orci. Los pobladores empezaron a llamarla como la llamarían siempre, la bruja.
No fue a Portobelo a tomar fotos, eso vino después. Aquí hay que contar otro de sus relatos cien veces repetidos, de cómo llegó a sus manos su cámara Hasselblad. Su padre, Carlos Eleta Almarán, era apoderado del boxeador Roberto Durán. En una pelea en Japón le ofrecieron como pago una cámara tan buena que hasta se había usado en la luna. Si era así, le iría bien a una hija que siempre estaba en la luna, pensó. Para poner una fecha Mónica trató de encontrar cuándo Durán peleó en Japón.
La portada que no fue
Casi todos estaban de acuerdo en que la portada sería la foto de Catalina. Quien conoce el trabajo de Sandra reconoce esa foto.
Un día, Mónica recibió la llamada de Sandra. “Escogieron tu foto, le dijo”. Se refería a una que había llamado mucho la atención de Mónica, la de un congo que sostiene un báculo rematado por una cabeza de gato, decidió que debía ir en el libro. “Me falta esa foto, esa debe ir”.
Por ella se inclinó la editorial RM. Mónica piensa que a diferencia del retrato de Catalina, que fácil se identifica con un libro de fotografía, esta otra imagen es inesperada, plantea una duda a quien la ve, ¿de qué va este libro? Solo se ve ese congo desafiante, con la ropa al revés y el título Sandra Eleta. Ese es el entorno invisible.
Mónica Kupfer: fotos en palabras