Hace cerca de 10 años, vivía en una planta baja con cuatro ventanas que daban a un patio. Una mañana, escuché un maullido presente y repetitivo. De repente apareció tras uno de los vidrios una pequeña gata blanca y negra, con una mirada penetrante y desesperada, típica de un animal hambriento.
Inmediatamente, salí a ofrecerle comida en un pequeño plato hondo, que se devoró en segundos. Desde ese momento, se entabló un inevitable vínculo que ambos comprendimos, a pesar del poco tiempo que nos conocíamos. Luego, ella se marchó, pero al día siguiente, a la misma hora, regresó a buscar su desayuno.
Esta rutina continuó por muchas semanas. A pesar de que la gata no vivía conmigo, ya tenía nombre y un espacio en mi corazón.
Elisa, como se llamaba, siempre se marchaba luego de comer y no parecía ser un problema para ella no tener un hogar, aunque ambos disfrutábamos de la mutua compañía.
Elisa, más que una simple gata callejera
Un día aparecieron en mi puerta unos niños con una pequeña caja de transporte azul y amarilla, en la que venía Elisa necesitada de atención veterinaria. Desde ese día, Elisa nunca se fue de mi vida, aunque tuve que llevarla a un hogar temporal hasta encontrarle una familia que la adoptara.
Cada tanto, junto a mi compañera de trabajo (quien también vivió esta historia de cerca), la visitábamos, pero al irnos, Elisa se quedaba mirándonos fijamente. Esa mirada era como un ancla que no podíamos despegar de nosotros.
Un día, meditando en un grupo, me aparecieron unos ojos verdes, grandes y expresivos que supe reconocer. Era la cara de Elisa que parecía llamarme (o tal vez la voz de mi alma, diciéndome “ve por ella”). La busqué y pasó sus últimos siete años conmigo.
Nunca fue del todo sana, era muy delgada y padecía de un problema muy difícil de tratar médicamente. Sin embargo, esto no era un impedimento para que su vida se desarrollara normalmente.
Seres especiales
Pasaron por mi vida muchos animales, pero Elisa era lo suficientemente especial para marcar una diferencia. De hecho, la estoy recordando en esta nota con los ojos húmedos, no solo como un homenaje a un ser querido, sino también como un símbolo para transmitirles lo profundo que un animal puede calar en nuestras vidas.
Seguramente hay mucha gente que siente como yo y sabe de lo que estoy hablando, pero hay otros que se reirán no comprendiendo como un “simple gato callejero” puede despertar sentimientos tan hondos en una persona.
Tal vez dentro de este grupo estén los que son capaces de envenenar una colonia felina, atropellarlos con el carro o tantas otras atrocidades.
Pretender que todo el mundo comprenda el valor de una animal con o sin casa y el respeto que merecen, sería una utopía. Por eso, en Panamá, después de mucha lucha, existe la Ley 70 que protege a los animales del maltrato en todas sus formas, e incluso una reforma del artículo 421 del Código Penal, con pena de cárcel para los casos que lo ameriten.
Si usted defiende la justicia, sea o no animalista, involúcrese como parte del cambio que ya se hizo tangible en la sociedad panameña. Denuncie cualquier acto de maltrato animal ante las autoridades pertinentes y haga valer esta ley.