Una canción de Toto interrumpe el silencio, y su melodía me transporta a la cima de África. Mi mente se traslada a septiembre de 2015, cuando viajé de Tanzania a Etiopía, finalizaba mi misión humanitaria como oficial legal de la Cruz Roja Internacional. En ese momento el piloto anunció que sobrevolamos el Kilimanjaro, el techo de África.
Recuerdo la majestuosidad de su cima, cubierta de nieve sobre un fondo multicolor. Con la nostalgia de mi misión llegando a su fin, le confesé a Dios que si me devolvía a esas tierras, subiría esa montaña. Tres años años después, volví a África para coordinar a nivel regional el programa de Derecho Relativo a Desastres de la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y Media Luna Roja.
Dediqué mi primer año a redescubrir este maravilloso continente, enfocando mis energías en impulsar el programa, a través de apoyo técnico a los gobiernos en la redacción de sus leyes y políticas para la preparación y respuesta a desastres, contextualizando mi experiencia de Latinoamérica en esta región. Las misiones de trabajo me permitieron visitar 14 países y enamorarme nuevamente de esta joya escondida, tan explotada y olvidada a la vez.
A pocos días de iniciar el nuevo año, redacté mis propósitos para 2019, y tropecé con esa promesa pendiente. Sin pensarlo, reservé mi cupo en una expedición solo de chicas. Seis meses más tarde, Moshi, el pueblito debajo del Kilimanjaro, me recibía con sus extensos campos de girasoles. Ver mi flor favorita multiplicada por mil fue una señal de lo que estaba por venir. Ya en el hotel, conocí a 19 mujeres aventureras. Como yo, soñaban con conquistar una de las siete cimas.
En la cima de África
Empieza el recorrido
La travesía inició en las puertas de la ruta Machame, un camino que nos adentró en lo que parecía ser un bosque encantado. Olía a humedad y frescura. La lluvia, muy típica de esa zona climática no se manifestó, lo que hizo nuestro primer tramo muy placentero. De pronto, el cielo se dejó ver, justo cuando el cansancio empezaba a sentirse. Escondido tras las nubes, un pico que solo podía ser el Kili. A los pocos minutos, aparecía frente a nuestros ojos un conjunto de tienditas naranjas; habíamos llegado a nuestro campamento.
Un dulce olor a café y tostadas me confirmó que no soñaba, había despertado en las faldas del Kilimanjaro. Rápidamente nos alistamos para nuestro segundo día de expedición.Árboles diminutos que crecieron entre las rocas distraían una empinada subida, la cual se sintió menos desafiante, dividida en recesos con mucho chocolate. Al cabo de algunas horas, las nubes quedaron bajo nuestros pies. Fue una sensación tan surreal que me dejó sin palabras, me detuve, lo admiré y sonreí.
Poco antes del atardecer, llegamos al campamento Shira, hogar del páramo. En cuestión de segundos, el cielo se transfiguró. De frente, el imponente monte Meru, y detrás de nuestro campamento, el Kilimanjaro iluminado con sus nieves. El día no terminó allí. Nuestros guías, cocineros y ayudantes, nos congregaron ese atardecer para oficialmente presentarse. Al ritmo de alegres cantos en swahili, el campamento cobró vida, transformándose en una fiesta africana.
Tercer día
Nuestro tercer día lo recuerdo quimérico. Paredes de piedra muy altas parecían cobijarnos entre la neblina de sus picos que agujeraban el cielo. Un reto muy particular consistía en “besar la piedra” al atravesar un diminuto tramo que nos salvaba del precipicio.
Completada esta prueba y al cabo de algunas horas más de camino llegamos a la Torre Lava, con sus 4 mil 600 metros de altura. Una vez recuperamos el aliento y tomamos muchas fotos en el letrero que confirmaba esta hazaña, almorzamos. Con la fiel ayuda de nuestros bastones y el apoyo moral y a veces físico de nuestros guías llegamos con las rodillas flaqueadas a la base del descenso. Allí, busqué impaciente alguna pista que nos llevase a nuestras tiendas de campaña naranjas. Faltaba un tercer tramo que escalar.
En la cima de África
Una vez en nuestro campamento, presenciamos otro atardecer. El cielo se derretía frente a nuestros ojos y el día le daba un beso a la noche. Extenuada, pero feliz, caí en un sueño profundo que disfruté hasta que repentinamente requerí del baño. Un frío bajo cero me paralizó por algunos segundos mientras alistaba mi linterna, preparándome mentalmente para abandonar mi tiendita relativamente cálida. Mientras deambulaba en medio de la oscuridad, me sorprendió la cima del Kilimanjaro con millones de estrellas incrustadas. Apagué mi linterna y disfruté de ese efecto del reflejo de la luna sobre la nieve.
Cada día descubríamos un nuevo rostro del monte. Luego de despertarme en las nubes y empacar mi dosis diaria de aventura nos dejamos cautivar por la mística del desierto alpino. En medio de esa nada y ese todo, el tiempo se nos fugó. Mientras sosteníamos el paso, junto a dos de mis amigas, pasamos de la risa al llanto mientras retratábamos el presente y diseñábamos el futuro. Fue un tramo muy especial nutrido de mucha reflexión, donde tres chicas se confesaron con la montaña.
El que tengo registrado como el día más largo de mi vida, inició poco antes de la medianoche con un cielo estrellado. Caminé despacio, consciente de mi respiración. Con seis horas de camino por delante, silencié la mente y abrí el corazón, sintiendo la presencia de Dios en cada paso, y la guía de mis seres queridos que ya habían partido. Lloré, recé, conversé largo con Dios, pero sobretodo agradecí. Fue único el instante en que la noche se transformó en día, en unos segundos, y de repente el punto Stella estaba al alcance de mi vista. La felicidad se apoderó de mí. Estaba casi en la cima.
En la cima de África
Recargada de energía y con el corazón latiendo a mil, aceleré el paso y me dejé cautivar por los majestuosos glaciares, guardianes del Kilimanjaro, los cuales parecían castillos de hielo entre las nubes. Una ráfaga helada me recordó que seguía siendo humana. Y mis pies tocaron el Pico Uhuru; estaba a 5 mil 895 metros de altura, en la cima de África.
En siete días aprendí más de lo que he aprendido en años, y aunque muchas de esas lecciones las conocía, la montaña me permitió vivirlas como para que nunca las olvide, y sobre todo, para que nunca la olvide.