Siempre soñé con ser mamá y ese deseo, sumado a mi pequeña obsesión por hacer las cosas bien, me llevó a estudiar educación preescolar. Claro, yo jamás sería maestra, pero todo lo que aprendería en la universidad me enseñaría a ser mamá. A los 19 años pensaba que ser maestra era sinónimo de ser mamá perfecta.
Hoy, con un hijo de ocho años, puedo asegurar que estaba 100% equivocada. La mamá perfecta no existe. Existimos las mamás que damos lo mejor de nosotras y nos acostamos todas las noches a rezar por que cada decisión que tomemos convierta a nuestro pequeño humano en una persona de bien.
Pensé que con todo este conocimiento que me dieron los estudios, ser mamá sería un paseo; sin embargo, parte de lo lindo de ser madre son las bolas curvas que te tira la vida.
Mi hijo nació a término, no necesité una cesárea y contaba con una tribu de personas llenas de amor para apoyarnos. Todo iba perfecto y de acuerdo al plan. Mi muñeco fue creciendo, pero la suma de pequeñas cosas como su aversión por el ruido, su sensibilidad a la luz, que me vomitaba toda la comida, su necesidad de estar en movimiento y su umbral del dolor excesivamente alto encendieron una alerta en mí.
Para este momento ya tenía cinco años trabajando con niños de edad preescolar; por lo tanto, a pesar de ser una mamá primeriza, ya había visto y lidiado con un poquito de todo y contaba con cientos de diversos puntos de referencia con respecto a la conducta esperada en la primera infancia.
Yo no quería ni quiero que mi hijo sea igual a todos; sin embargo, yo sabía que algo no estaba bien con estas conductas y que iban más allá de un consentimiento. Mi intuición de madre me decía que algo pasaba.
Fue así como inicié mi búsqueda. Sentí poco apoyo por parte de mi familia en este momento porque el desarrollo cognitivo de mi hijo era acorde a su edad. Además que desde que aprendió a hablar se convirtió en un pequeño leguleyo. Fue ahí cuando todos a mi alrededor me preguntaban cosas como: “¿No será que ya te estás imaginando cosas de tanto que lees?”, o recibía frases como: “Isabel, eres una exagerada, ¡ese niño no tiene nada! Tú eres la que está mal y vez señales de alerta donde no las hay”.
Una vez descartamos todas las condiciones físicas que podían causar la incomodidad de mi hijo con su medio ambiente, pasamos a diferentes evaluaciones de psicólogos y terapeutas ocupacionales. El resultado siempre era el mismo: “Hay que trabajar en la motricidad, pero este niño es brillante. ¡Está perfecto!”. Así que comenzamos a hacer terapia ocupacional enfocada en su desarrollo motriz a los tres años y con esto traté de hacerme un lavado de cerebro. “Isabel, ya sabes que no tiene nada y que con estas terapias todo va a estar bien, estás en el camino correcto”, me decía a mí misma.
A los cinco años me tocó ser su maestra de kínder y me encuentro con un panorama diferente; no podía verlo únicamente con mis “lentes color de rosa” (esos que tenemos todas las mamás para nuestros hijos) y me tocó ponerme el sombrero de profesional, aceptar que no estábamos tan encaminados como quería creer y seguir buscando una respuesta a mis interrogantes.
Así llegamos a la Clínica Logros, donde le hicieron una evaluación integral que duró varias citas y nos dieron un informe que nos explicaba de manera detallada cada una de las pruebas que se le aplicaron. En una de las primeras páginas leí, “se recomienda evaluación con neuropediatra” y mi mente quedó en blanco. La cita duró por lo menos 45 minutos más, y al salir le pregunté a mi exesposo: “¿Qué nos dijeron? ¿Qué tenemos que hacer?”. Para él debe de haber sido increíble que por una vez yo no pensara que tenía todo bajo control y que conocía todas las respuestas.
‘Algo no está bien con mi hijo’
Llegué a mi casa con informe en mano. Gracias a mi profesión he entablado amistad con diversos profesionales del área educativa, pedagógica y psicológica, así que después de muchas llamadas y traducciones de terminología clínica entendí un poco lo que estaba pasando y decidí agarrar al toro por los cuernos.
A la semana mi hijo tenía cita con una excelente neuropediatra y yo me sentía más tranquila; nos estábamos acercando a algo. Fue una cita corta. Conversamos, le conté todo lo que veía extraño. Le hablé de nuestro primer viaje a Disney y lo mal que la pasó mi hijo con tantos ruidos, olores, colores y cosas por descubrir. Creo que está de más decir que este viaje me partió un poquito el corazón por mi incapacidad de hacer las cosas más fáciles para él.
En ese momento la doctora Bermúdez me habló del trastorno del procesamiento sensorial, mejor conocido como SPD por sus siglas en inglés. Yo sabía de este diagnóstico y creo que estuve feliz de finalmente poderle poner un nombre a lo que aquejaba a mi hijo y escuchar los pasos a seguir. Aquí la clave es seguir las indicaciones; muchas veces les había dicho a los papás de mis alumnos que este tipo de diagnósticos son una carrera de resistencia y no de velocidad. Pues este era el momento de poner mis palabras a prueba.
La doctora contestó todas mis preguntas con paciencia y me dio los nombres de los terapeutas ocupacionales especializados en este trastorno. Increíblemente eran tan pocos que si los contaba con una mano, me sobraban dedos. Y pues sí, tenía que hacer que una de estas tres personas tratara a mi niño a como diera lugar; para que su felicidad, inocencia, inteligencia, bondad y ganas de descubrir no se vieran afectadas por no recibir el tratamiento adecuado.
Y como todas las cosas de Dios son perfectas, al día siguiente se aparece uno de estos señores (terapeuta ocupacional especialista en trastornos sensoriales) en una reunión con los papás de uno de mis alumnos. No puedo describir lo emocionada que estaba. Lo iba a poder abordar cara a cara, y mi hijo iba a recibir exactamente la ayuda que necesitaba para crear su caja de herramientas que le permitirían lidiar con su medio ambiente de manera efectiva.
Llegó el día de la primera cita con el licenciado Gustavo Marquina y me describió a mi hijo sin jamás haberlo visto, y yo sentí un alivio enorme. Iniciamos las terapias una semana después y a la tercera semana recibí mi primera pequeña gran recompensa, cuando una noche Ricardo me pidió que le rascara la espalda más suave a la hora de dormir. Los niños con este diagnóstico pueden sentir de más o de menos, y el mío no sentía casi nada al tacto, entonces, todas las noches me pedía que lo rascara “más fuerte”. Esa noche, que alcanzamos nuestra primera meta, ahí solitos en la oscuridad, mientras él se quedaba dormido, lloré de felicidad.
Completamos las terapias durante las vacaciones antes de su primer grado e iniciamos el año escolar preparados para el reto de aprender a leer y escribir. Mi hijo pasó de ser un niño que “aprendía en movimiento” a un excelente alumno que logra mantenerse enfocado en sus clases y tiene que estudiar poco en casa porque presta atención. Gracias, gracias y mil gracias a todos los profesionales que le ayudaron a alcanzar esto.
Está en un colegio exigente, pero su capacidad no tiene límites, y yo no solo me siento orgullosa de sus logros, sino que estoy feliz, pues logramos llenar su “caja” con suficientes herramientas.
Estamos por terminar su segundo grado sin ningún problema, lo que le atribuyo al 100% a todos los profesionales que han sido parte de su vida hasta el momento. Si conocieran a Ricardo hoy, nunca imaginarían que es el niño de esta historia. Sé que soy su mamá y decir que estoy parcializada se queda corto; sin embargo, mi hijo es genial y su Trastorno de Procesamiento Sensorial nunca más fue un impedimento para él.
Les cuento esto porque quizá muchas se sienten como yo me sentí y no saben por dónde empezar, o porque deciden ignorar ese sexto sentido de madre por miedo a lo que puedan encontrar. Pero si sienten en su corazón que algo no está bien, no paren hasta estar tranquilas con las respuestas. Hay miles de especialistas y profesionales; solo tenemos que tocar la puerta del indicado.
Y como maestra les digo, sean receptivos; nosotras queremos a sus hijos casi como si fueran nuestros. Después de mi experiencia sé que no es fácil estar del otro lado de la moneda, pero vale la pena y más si se hace un llamado para intervenir a tiempo. La intervención temprana alcanza resultados maravillosos. Confíen en los profesionales y déjense guiar por ellos.
Antes de concluir quiero contarles que este año volvimos a Disney y disfrutamos juntos de su magia. Mi hijo se emocionó con los fuegos artificiales, se atacó de la risa con las películas 4D, se subió en un montón de atracciones y nunca se tapó los oídos, los ojos, ni quiso salir huyendo. Yo, al verlo nuevamente en este escenario con esta nueva perspectiva, sentí cómo mi corazón se hinchó de emoción.
Alcanzamos una meta de las muchas que nos quedan por delante.