Hace unos días, mi hija de 20 años me mostró una publicación que, sin leerlo completo, me partió el corazón en cuestión de segundos. Asombrada inicialmente por lo gráfico de la imagen, me senté a leer el desgarrador escrito de una madre cuyo hijo de tan solo 12 años, intentó suicidarse tras ser víctima de bullying en un colegio en el estado de Utah, en Estados Unidos, falleciendo al día siguiente.
Este suceso me hizo revivir una de las etapas más oscuras de mi vida, donde al igual que el pequeño Drake, a mis 12 años, fui víctima de bullying.
Como muchas familias panameñas, la mía emigró a los Estados Unidos a finales de los años 80. En nuestro caso, llegamos al estado de la Florida y ahí, me inscribieron en un colegio privado-católico donde tuve que repetir el 6to. grado. Al haber ya cursado ese grado, las materias como matemáticas, ciencias, geografía, entre otras, se me daban con facilidad. Era el inglés el que se me dificultaba y mi acento fue el detonante de las burlas hacia mí.
Sin embargo, no me molestaba y por ende, ignoraba los comentarios crueles y malintencionados de algunos de mis compañeros, específicamente aquellos que formaban parte del “grupito” de Bellita. Esta niña, cuyo nombre real es Isabel (no divulgaré su apellido por respetar su privacidad) sería la líder del team de maltrato emocional contra mí por los siguientes seis meses.
Como las palabras no me afectaban, o al menos así lo aparentaba, empezaron los golpes. Entre cambio de clases, en el recreo, a la salida; puños en la cabeza, en la espalda, y patadas en mi trasero. Fue tanta la persecución que, luego de varios meses, finalmente me armé de coraje y le conté a mi mamá lo que sucedía.
Mi mamá, en su afán de ayudarme, conversó con la directora del plantel, que resultó ser la mamá de Bellita, y ésta le prometió hablar con su hija para que dejara de molestarme. La situación solo empeoró. Ya no tan solo me golpeaba, sino que me empujaba en las empinadas escaleras del colegio (aún no sé como no llegué a caerme), y durante las clases de educación física, aprovechaba para golpearme durante los juegos de fútbol, baloncesto, kickball o cualquier otro deporte que implicara contacto físico para golpearme aún más.
Así transcurrieron días, semanas y meses; la solución a mis problemas fue refugiarme en uno de los baños de niñas. Ahí permanecía encerrada todo el receso y tomaba mi merienda hasta que escuchaba el timbre para retornar a mi pesadilla. Pero como nada es para siempre, Bellita finalmente dio con mi escondite y entonces fue peor. Golpeaba la puerta, la pateaba y gritaba “¡sal, cobarde!..”, entre otros insultos que no puedo escribir aquí.
Afortunadamente para mí, mis padres no podían seguir pagando el colegio y nos matricularon en una escuela pública en donde, el solo hecho de poder sentarme a comer en una cafetería, rodeada de mis compañeras de salón, fue la felicidad total.
La historia de Drayke Hartman es uno de los cientos de casos de suicidios de menores como resultado de bullying, acoso que apunta al aspecto físico, el color de piel, la nacionalidad, y en algunos casos, solo porque sí; y, lamentablemente no es un tema que se pueda llevar a las altas esferas legales, por ahora.
Ningún padre merece el dolor de perder un hijo, y menos por maltrato de otro niño o niña. Es difícil comprender el grado de miedo que puede sentir un niño a raíz del odio y el maltrato infligido por otro de su misma edad.
Urge que, como padres, enseñemos a nuestros hijos a respetar a los demás, a ser más tolerantes, a ser amables, a tener compasión, a ser empáticos, a levantar sus voces… a no tener miedo. Saber que los amamos y que nada ni nadie es más importante que ellos en este mundo. Urge que sea hoy, pues mañana puede ser muy tarde.
La autora es madre y abogada.