Aparecía con un bigote juvenil y una calva inesperada en la sede de la revista Al Día, del barrio bogotano La Soledad, que ya por entonces empezaba su viaje hacia el decaimiento hasta convertirse hoy en un museo al aire libre.
Fernando Gaitán se bajaba del bus de la mañana en la Caracas con calle 34 para emprender sus caminatas a la casa de la publicación semanal que colombianizó el concepto de la Playboy antes que Soho.
En una edición aparecía Amparo Grisales en la portada, sin hojas de parra de por medio, y en la siguiente, una fotografía del presidente Belisario Betancur a propósito de uno de los procesos de paz con los que las FARC suelen encandilar a los colombianos.
Gaitán fumaba continuamente sus cigarrillos durante las intensas tertulias con otros dos reporteros de su generación ávidos de narrar un relato diferente al de la violencia de Colombia. Querían llevarles a los lectores de Al Día historias menos espectaculares pero más frecuentes en el azar de la vida.
En una entrevista cuando la gloria era suya -y es de suponerse que el dinero también-, el libretista que se fugó del periodismo decía de su país que llevaba años “engolosinado” con el Frente Nacional, esa repartija del poder que cada cuatro años se pasaba la posta entre liberales y conservadores. Pero sostenía que los relatos definitivos residían en sujetos comunes como él y los otros dos reporteros de la revista, Gonzalo Márquez, poeta bogotano que murió de cáncer hace unos años, y el cronista y también poeta Iván Beltrán (que además publica artículos en la revista Panorama, de Copa).
Gaitán y sus dos colegas llevaban años caminando juntos. Se conocieron en ese nido del marxismo llamado colegio León de Greiff. Graduados de bachilleres, Márquez se insertó en el mundo de los excluidos habitado por los poetas. Gaitán y Beltrán fueron a dar a la sala de redacción de El Tiempo.
Daniel Samper Pizano, entonces jefe de la unidad investigativa de ese diario, los reclutó en condición de reporteros porque creyó ver en Pin Uno y Pin Dos -los apodaron así porque nunca se separaban- a los futuros Gay Talese del periodismo colombiano. Lo que desconocía Samper, revela ahora Beltrán, era el fastidio de reportear el aumento del precio del combustible o montar guardia en el despacho de un ministro. No para nada llevaban años leyendo literatura, rayando versos, parrandeando a cuenta de la juventud.
Duró poco la temporada de Fernando Gaitán en El Tiempo. Igual ocurrió con Iván Beltrán. El editor de Al Día, Óscar Castaño Hernández -padre del autor de esta nota-, se los llevó a hacer esos reportajes despreciados por el poder porque nunca serán monetizables. “La paga no es mucha, y esta revista pasa por aprietos económicos. Pero les garantizo libertad de movimiento”, fue el anzuelo de Castaño Hernández, otro excronista de El Tiempo que en su momento había desvelado las andanzas del Cartel de Medellín.
Varios periodistas se revitalizaron en Al Día. En sus máquinas de escribir, Gaitán y Beltrán se dieron gusto retratando seres marginales. Nada los detuvo mientras se cubrieron de fama y de novias. Solo que, como les habían advertido, las remuneraciones se volvieron más espaciadas. Una quincena sí, la otra, no se sabe.
Hasta que Al Día cerró en medio de embargos y cortes de agua. Terminó en las manos de un liquidador impuesto por un juzgado civil de menores cuantías. Beltrán continuó con sus labores poéticas y periodísticas. Gaitán recogió sus maletas del periodismo, acopió sus vivencias y se adentró en el mundo de los libretos de telenovela. Debutó en un canal colombiano con Azúcar; luego se consagró con Café, con aroma de mujer. Le hacía falta Betty, la fea.
Beatriz en la escuela
El Winston Salem School era el lugar de los descartados. Todos los estudiantes que por concepto de su vagancia, locura, tontería o genialidad fuimos desheredados de los colegios del norte de Bogotá, teníamos un lugar ganado en una escuela donde los lockers en vez de ocuparse con libros, guardaban walkmans y bronceadores.
De Fernando Gaitán a Betty, la colegiala
Nació de la idea de un políglota bumangués, inventor de un método de enseñanza de inglés titulado Winston Salem, que con el tiempo se propagó a través de sedes en las principales ciudades colombianas. El políglota, inconforme con el sistema de enseñanza escolar tejido por la religión, consideró llegado el momento de saltar hacia algo más audaz que un mero centro de aprendizaje de idiomas: un colegio.
El primer día de clases del año inaugural del Winston Salem School se inició con una caminata de 200 metros realizada por sus estudiantes -yo me encontraba entre ellos- desde una avenida principal hasta la entrada del colegio.
Los alumnos debimos sortear aquel camino sin pavimentar y regado de piedras tuercetobillos, para llegar a un portón de madera rojo y proseguir a cualquiera de las dos grandes casas donde funcionarían primaria y secundaria y la sala de profesores y el laboratorio, y pare de contar. Una vez en los salones, vaya sorpresa, había pupitres sin sillas. Un retardo de días en su entrega nos dibujó en las primeras clases, sentados en el suelo, un esbozo de lo que sería la existencia de un colegio más emparentado con la libertad que con la disciplina.
En tamaño caos apareció la belleza con su virtud de darle sentido a las cosas: en décimo grado, el de los estudiantes más difíciles, estaba Ana María Orozco. Si acaso tenía 16 años. Antes de empezar la jornada, cuando las sillas habían sido ya entregadas por un camión de mudanzas, Ana María se despedía invariablemente de un amigo nuestro al que le decía: “En recreo nos vemos”.
En el descanso, Ana María y Andrés Bucheli escarbaban en los recuerdos de las fiestas y repetían otros “rollos” como sucede entre dos confidentes, conmigo presente pero invisible para ella. Solo verla hablando y abriendo los ojos y soltando carcajadas, moviendo sus manos de hechicera, o lamentándose de algún quiz de última hora, me dan la idea ahora de haber concurrido a la puesta en escena de alguna heroína solitaria urgida de un padre. De un creador capaz de darle voz y un contexto opuesto al del querido Winston Salem. Alguien dispuesto a aterrizarla en una tragedia o en una telenovela como Betty, la fea.
Las rutinas del Winston Salem le proveyeron a Ana María el tiempo suficiente para moldear su talento en clases de teatro. Su padre le trazó la senda en las tablas, mientras que su madre se dedicaba a la locución en una época radial gobernada por voces masculinas. Así escapó de las universidades y salió del colegio directamente a las telenovelas con varios papeles de reparto. El más recordado de los roles, sin duda, el de La Vero en Perro amor. Su ascenso se consolidó con la entronización de Gaitán en la pantalla chica con Betty, la fea. Gaitán convirtió a Ana María en Beatriz Betty Pinzón y con ella le dio la vuelta al mundo a bordo de un melodrama sobre el devenir de una empresa envuelta en enredos financieros y del corazón.
La bici
En un país de desplazados donde unos cuantos logran el milagro de hacerse ricos y entonces lo cantan luciendo unos mocasines de gamuza, Fernando Gaitán optó por andar las calles bogotanas en una bicicleta.
De Fernando Gaitán a Betty, la colegiala
Tomaba café en Unicentro y ojeaba las revistas con la biografía ya manida de Ana María Orozco, la actriz que les abrió un espacio a los feos en la televisión. Tras un saludo cálido, breve, con la mención obligatoria sobre Al Día, me alejaba para espiarlo en su rutina de ver pasar a la gente.
Entre los caminantes iba a encontrar los personajes de sus novelas. Gente como Microlax, Don Hermés Pinzón, la misma Beatriz Pinzón Solarte.
A esas alturas, Gaitán había coronado la hazaña de inventarse una novela sobre una persona común y corriente de un país tercermundista.
El libretista repitió el prodigio cada vez más escaso en los creadores, de trasladar sus rutinas a una obra de ficción en tercera persona. Resultó siendo más real en comparación con cualquiera de esos rollos de narcotráfico habituales hoy en los canales de la televisión colombiana.
Betty, la fea, a la larga es una recopilación del embargo y la quiebra de la revista Al Día y sobre el padre del libretista dedicado por años a vender seguros y quien adoraba su carro viejo, y las ensoñaciones de tres jóvenes periodistas mirados como cuervos en sus familias.
A Gustave Flaubert, siempre lo contó Gaitán, alguna vez le preguntaron quién era Madame Bovary, la mujer protagonista de una novela que sacudió Francia tanto como su revolución de los derechos del hombre. “Madame Bovary soy yo”, contestó el francés. Y Fernando Gaitán tampoco lo negó: “Betty soy yo”.
Cuando murió el libretista en enero de este año, Ana María Orozco escribió en su cuenta de Twitter: “Qué difícil encontrar las palabras para este momento. Qué tristeza tan grande tu partida. Dejaste una huella imborrable en este mundo. Nos diste todo”.
Sí, nos dio un mundo y nos dejó una esperanza para nosotros, los feos de este planeta.