A pesar de venir de una familia asiática, no crecí detrás de un mostrador.
Mi mamá, Marcela Chung de Siu, mejor conocida como Chela, nació en Colón entre cuatro hermanos hombres. Fue a Saint Mary’s y luego se mudó a la ciudad y terminó la escuela en María Inmaculada. Inmediatamente empezó a trabajar en lo que se convirtió en el único lugar donde laboró el resto de su vida.
Yo nací siendo la “sorpresita” después de tres hermanos. Era el chicle de mi mamá y la muñeca con vida de mi hermana que me lleva 12 años.
Gracias a su inglés impecable, crecí en un hogar bilingüe. Gracias a ella, aprendí a cocinar y a coser desde chiquita.
En secundaria, estaba sobreentendido de que me iría a estudiar afuera. Era de las más chicas de mi salón y como muchos, ni idea de lo que quería hacer con mi vida, pero era buena con los números.
Me decidí por Ingeniería Industrial. Mi mamá me acompañó al que sería mi hogar los siguientes cuatro años: una universidad de 40 mil alumnos (donde no conocía a ninguno) y con inviernos de -10 grados Celsius. Se aseguró de que tuviera lo que necesitaba y agarró su avión de regreso.
Mi mamá acababa de dejar su chicle pegado en un pequeño pueblo en la mitad de la nada a más de 6 mil kms de ella. Me dejó con una cuenta de banco con suficiente para sobrevivir el semestre y una tarjeta de crédito solo para emergencias.
Tuve que aprender a manejar ese dinero. El primer año me quedé corta. Pero mentira que iba a decirle a mi mamá. Conseguí un trabajo en la librería y resolví. Cuando vi que podía estudiar y tener un dinerito extra para lo que quisiera sin tener que pedírselo, seguí trabajando y estudiando.
Me gradué y seguí el sueño americano de quedarme trabajando allá. Nos seguíamos comunicando casi a diario. Ella estaba acostumbrada a escribir cartas con su letra palmer. Y así mismo escribía por ICQ (¿Se acuerdan del sonidito y la florecita verde?) mensajes largos que siempre terminaban con “Love, mom”.
Un día sonó mi teléfono y era ella. Sabía que algo había pasado. No era normal que me llamara. Me dijo que tenía cáncer. Le daban 6 meses de vida.
Las estrellas se alinearon y me dieron una oferta de trabajo en Panamá. Empaque maletas. Este chicle regresaba a su lugar.
Mi mamá aceptó su destino. Me dijo que había cumplido su misión. Ya todos sus hijos estábamos grandes y había logrado educarnos a su mejor alcance. Durante sus últimos 6 meses, nunca la vi triste. Siguió yendo a su oficina. Quería dejarle todo en orden a su reemplazo. Así de organizada era. Siguió activa hasta que su cuerpo se lo permitiera.
Aún así después de haberse ido, me dejó la oportunidad de hacer una maestría. Sí, estaba por escrito que lo que me había dejado, era para estudios. Me lancé con lo que me había dejado y mis ahorros a Nicaragua. No solo salí con un diploma y amistades, adquirí el conocimiento de que podía lograr lo que me propusiera si tenía las ganas y la disciplina.
Ya han pasado 15 años y hasta el día de hoy pienso en qué diría si entrara a mi local y viera el chicle que dejó pegado detrás del mostrador.