Era como la 1:00 de la madrugada, iba caminando en la acera -donde ahora está el Don Lee de La Chorrera-, cuando oigo el taconeo de una mujer al otro lado de la calle. Con picardía aguanté el paso para saber quién era. Cuando ella cruzó la calle, vino directo hacia mi.

Traté de agarrarle las manos porque no sabía si venía con un arma, no la llegué a tocar, se paró y me dijo: ‘acómpañeme’, y yo le pregunté: ‘¿a dónde?’. Me respondió: ‘al cementerio’. Le dije que no.

La mujer se dio la vuelta y cruzó la calle justo cuando venía una patrulla. Paré la patrulla y les pregunté que si no la habían visto; no la vieron; y la perdí de vista.

Al día siguiente, recordé que nunca le vi la cara. Meses más tarde, luego de la invasión, varios vecinos hicimos una barricada en la zona para cuidar el barrio. Una noche, haciendo una ronda con un amigo, me acerqué a una casa -cerca de donde había visto a la mujer-, a pedir café, me dijeron que en la casa de enfrente sí había. Desde donde estaba, les pedí a los de la otra casa que trajeran una jarra, alguien me contestó: “ven a buscarla porque no quiero que me aparezca la mujer esa que invita a uno al cementerio”.

¿Cómo?, pensé. Quiere decir que yo no fui el único que la vio. A la mujer la encomendé varios meses cuando iba a misa. A más nadie se le ha vuelto a aparecer.

Eso no fue lo único que me pasó. Mi papá tenía un naranjal en Río Congo. El vecino era un señor bien viejito y siempre me decía que cuando estuviera en el monte y escuchara un ruido raro no mirara para atrás ‘porque vas a ver lo que no debes ver’. Unos años después murió.

Cuando tenía 18 años, acompañé a un amigo a cazar pájaros en Playa Leona, para llegar había que caminar como tres horas.

Mi amigo se pinchó el pie con una espina. De regreso, cuando no pudo caminar más, paramos en un poblado a pedir un caballo.

Monté a mi amigo y a los pájaros en el caballo. Ya era de noche.

Nos acercamos hasta un puente del cerro de las Mulas. Allí, dicen que había un cementerio indígena. Cuando el caballo entró al puente, oí un berrío horrible debajo.

El caballo se paró en dos patas, relinchó y corrió con mi amigo arriba. Yo me quedé ahí, frío. Ya cuando estaba por salir del puente caminando escuché la cosa otra vez. Monté mi rifle y se me apareció el vecino. ‘No me mires pa’ atrás, que vas a ver lo que no debes ver’, me dijo lo mismo que en vida.

Eso no me dio miedo, obviamente no miré para atrás y seguí caminando.

* Relato de un conductor jubilado, de 71 años.

* Artículo publicado originalmente en la edición impresa de revista Ellas del viernes 28 de octubre de 2011.