La conocí en la Academia Panameña de la Lengua en febrero de 1998, en un taller de crítica literaria. Al ingresar al salón, noté a una mujer de piel y pelo bronceados, falda y camisa de lino verde caña, andar desenvuelto y familiaridad en el trato con los asistentes.
Se presentó como Berna de Burrell, profesora de lengua y literatura. Me atrajeron sus conocimientos, pero sobre todo su personalidad. A primera impresión, Berna era vital y cálida; a segunda, generosa y divertida; después ibas descubriendo sus prejuicios, su mente crítica, su pizca de maldad y su toque de picardía. Su franqueza inclemente. Yo me incomodaba, o me reía, dependiendo de cuán exagerado me parecía el comentario que hacía en un momento dado.
Viendo atrás, pienso que por los años que la conocí estaba pavimentando su camino a la Academia, pues no dejaba nada al azar. En efecto, cinco años después de ese primer encuentro, dio su discurso de ingreso como miembro de número del exclusivo club de letrados. Una vez dentro, metió un pie en la puerta para que sus amigos también entráramos. Íbamos a tertulias, presentaciones de libros, lecturas, ingresos de otros académicos.
En 2005 presentó su primera novela, La envidia es color de arsénico. En 2009 subió otro escalón: la nombraron directora de la Academia de la Lengua. Berna se lo tomó a pecho. De sus ímpetus nació un Congreso de la Lengua que convocó a decenas de expositores de lujo, incluidos Héctor Abad, Fernando Savater y Mario Vargas Llosa, así como estudiantes, profesores y público en general.
Cuando llegues a Madrid Berna querida…
En 2014 la nombraron académica correspondiente de la Real Academia Española y, en 2015, viajó a Madrid a participar en la confección del nuevo diccionario, al que se incorporaron panameñismos como abuelazón, congo, bocacho, ñamería y muchos otros que ella propuso y defendió.
Por salvarse, ni el jardín de la Academia escapó a su gestión. Podó, removió, sembró. A Berna le encantaban las plantas.
Su pequeño jardín era un oasis en media ciudad: un árbol al centro, helechos colgando de sus ramas, pajaritos, veraneras, verdor y, al fondo, el ruido de la fuentecita de piedra que le había hecho Quique.
En 2015, viajó a Madrid a participar en la confección del nuevo diccionario, al que se incorporaron panameñismos como abuelazón, congo y bocacho.
Añoro nuestras conversaciones en esa terraza, por sus observaciones implacables y porque verbalizaba las ideas eligiendo la palabra precisa. A punta de educación y tesón, ella había dejado atrás un pasado con sombras. Tal vez por ello veía con cierto desprecio a los desposeídos que se ufanaban de serlo.
De Panamá, fuera de algunos amigos, sus noches de dominó, la casita de La Guaira, el Festival de la Mejorana, Rogelio Sinán y Guillermo Sánchez Borbón, había poco que mereciera su respeto o afecto. Le chocaban la chabacanería de la televisión, la suciedad, el spanglish y la mediocridad de la Universidad de Panamá, de cuya plantilla era parte. Sufría a Panamá como solo se puede sufrir lo que se quiere. Tal vez porque la comparaba con España.
A los 22 años, ya casada, se fue a la Complutense y regresó con una especialización en literatura hispánica y una fascinación absoluta por el castellano. Por ella supe que la única canción dedicada a Madrid la había escrito un mexicano. Y en estos días, queriendo revivirla, he apelado al conocido chotis de Agustín Lara.
Berna tuvo un solo gran amor: Quique. Un personaje como del viejo oeste que conoció a los 17 años. Quique fue para ella padre, marido e hijo. Se quejaba de él: “está insoportable”, “es un grosero”, “no lo aguanto”. Pero no se comía un sándwich sin pedir otro para llevarle a él; lo empujaba a ir al médico, le daba sus medicinas, le tenía las camisas planchadas y le hacía el pescado como a él le gustaba. Se jactaba de la intimidad que mantenían.
Lo cuidaba con un sentido de responsabilidad tal que una vez le dije que debía escribir un cuento cuya protagonista no se puede morir porque no tiene a quién encargarle al potencial viudo.
Cuando Quique se le adelantó, pensé que de alguna manera se sentiría aliviada: había estado allí para socorrerlo hasta el final. No fue así. Se empecinó en no vivir más y, al cabo de los meses, lo logró. El cáncer fue un vehículo; Berna murió de suicidio natural. Acá quedaron sus libros y su jardín, que su bella hija cuidará como a Berna le hubiera gustado.
Espero que ya esté con Quique, en el lugar del cielo que más se parezca a Madrid, rodeada de libros.
Cuando llegues a Madrid Berna querida…