Era el 29 de septiembre de 2014. Una prueba de embarazo casera con resultado positivo por primera vez en mi vida. Muchas emociones. ¡Sería mamá! Mi familia, muy feliz porque sería el primer nieto de mis padres y el primer bisnieto de mis abuelos maternos. Todo el embarazo se desarrolló bastante normal. La fecha probable de parto era junio de 2015.
Mi regalo de Navidad fue amanecer con una pancita incipiente y yo loca de emoción. Mi familia política deseaba otro bebé desde hacía algún tiempo, así que estábamos disfrutando del proceso todos juntos. En carnavales viajamos a Chiriquí para compartir con mis suegros, ya que en Semana Santa ellos vendrían a Panamá. Ese Jueves Santo salí del trabajo a encontrarme con mis suegros para ir a comprar la cuna, que sería su regalo para nuestro bebé. Mientras mi esposo la armaba, nos dimos cuenta de que entregaron el modelo equivocado, planeamos regresar al día siguiente para cambiarla. Pero eso no iba a suceder.
Viernes Santo, 31 semanas de gestación. Cuando me desperté y me senté en el borde de la cama para levantarme, dos gotas de un líquido blancuzco bajaron hasta mis rodillas. Tomé una foto con mi celular y se la envié a una de mis mejores amigas, que es médico, y al ginecólogo doctor Fernando Oviedo, para ver quién me respondía primero, ya que era fin de semana largo y probablemente no estuvieran en la ciudad. Para mi sorpresa, casi al mismo tiempo, ambos me respondieron que fuera inmediatamente a la sala de labor del hospital donde tenía previsto dar a luz. Al llegar allá, un poco confundida porque no tenía idea qué podía estar pasando, me recibió la enfermera de turno y me colocó el monitor fetal. Empecé a tener contracciones sin dolor, el doctor me dio medicamentos para detenerlas, pero duró muy poco tiempo, si acaso una hora. Me colocaron una inyección para madurar los pulmones del bebé y se suponía que al día siguiente me colocarían la segunda.
‘Mi bebé nació a las 31 semanas’: relato de una mamá panameña
Tal vez tendríamos que hacer la cesárea el próximo lunes. Inesperadamente, volvieron las contracciones y el rostro de mi doctor cambió; estaba preocupado, me dijo que tendríamos que hacer la cesárea esa misma tarde porque mi cuerpo quería sacar al bebé. Empecé a sentir miedo. Usualmente los doctores tienen cara de póquer que te hace sentir tranquila, aun cuando las cosas pueden no estar tan bien, así que no pude evitar inquietarme al ver su rostro. Yo estaba suscrita a la página Baby Center y sabía que todavía faltaban varias semanas para el desarrollo ideal del bebé. Un parto prematuro se salía de todo lo que me había imaginado.
Me prepararon en cuestión de horas. Mis suegros habían llegado casi al mismo tiempo que nosotros. Mis papás venían de regreso de Los Santos, preocupados cuando les avisaron que ese mismo día llegaría el bebé. Todos los médicos estaban cerca del hospital -por suerte-, solo era cuestión de esperar que el equipo estuviera completo. En la sala de operaciones, el anestesiólogo estuvo todo el tiempo conversándome para que estuviera lo más tranquila posible. No sentí dolor cuando me puso la raquídea. Eran las 4:30 p.m. Empezaron y todo el tiempo estuve mirando el reloj. A las 5:06 p.m. lo escuché llorar. Llegó Enrique Arturo mucho antes de lo que esperábamos, pero pesó 4 libras 3 onzas, con un buen puntaje de Apgar.
Empieza mi odisea emocional
Todo había salido bien durante la cesárea, pero algo en mí estaba en negación de que las cosas hubieran salido así, no sé si por ser primeriza e inexperta, controladora o demasiado idealista. Me negaba a entender por qué mi embarazo no había llegado a término, por qué no iba a tener una panza enorme con pies hinchados, caminando casi como un pingüino como otras mamás. Luego del respectivo besito y la foto recién salido de la panza, se llevaron a mi bebé. No lo volví a ver, sino hasta dos días después. Yo no quería verlo. ¿Será que me falló el instinto materno? No lo sé, pero mi familia, especialmente mi mamá y mi hermana, estaban muy preocupadas por mí.
La noche del Sábado de Gloria, todo se complicó. Mis familiares vieron al pediatra-neonatólogo, doctor Néstor Castillero, algo acelerado, pero no me dijeron nada para no preocuparme. El domingo en la mañana, él entró en mi habitación y me dijo: “El bebé tiene neumonía y neumotórax bilateral. Necesito que lo ayudes, no está tolerando la fórmula, por favor anda a la sala y ordéñate, solo tú puedes ayudarlo ahora mismo”. Aún bastante aturdida emocionalmente lo hice; fui a ordeñarme y de paso pedí verlo por primera vez.
Todavía hoy respiro profundo al recordar. Ver ese pedacito de persona de 32 cm, con máquinas por todos lados, una luz sobre él, lentecitos de tela que cubrían sus ojos, respirador artificial, unas jeringas conectadas directamente a sus pulmones, una sonda de nutrición, un pequeño tubo que iba desde su boca hasta su estómago y un film transparente que cubría su pancita… me sentí desmayar y me sentaron. Ahí estaba él, luchando por vivir, con la ayuda de médicos y enfermeras que trataban de hacer hasta lo imposible. Por su incubadora pasaron muchas enfermeras durante los 26 días de estadía y varios neonatólogos que apoyaron al pediatra. Todas las mañanas recibía una llamada con el estado del niño. Solamente ver la pantalla encendida con el nombre del doctor, hacía que mi mundo se paralizara, pensando en la posibilidad de que me dijera que no había sobrevivido la noche.
‘Mi bebé nació a las 31 semanas’: relato de una mamá panameña
Mis días eran bastante rutinarios, me sentía como un zombi: pasaba el día acostada, con hielo sobre la herida, me sentaba para ordeñarme y me levantaba para bañarme e irme a la visita del hospital, que era de 5:00 p.m. a 7 p.m., con una hielerita pequeña y las bolsitas de leche materna del día. En esa época eran frecuentes los viajes de mi esposo, así que mi mamá se quedaba conmigo para ayudarme con las comidas, llevarme al hospital y quedarse en la sala de espera hasta que yo saliera.
Al inicio solamente le daban 5 cc de leche materna, directamente en el tubito que iba de la boca al estómago, porque el bebé no tenía aún instinto de succión. A medida que pasaban los días, iban aumentando la dosis a lo que su cuerpecito tolerara. Al cabo de casi dos semanas fue que finalmente pudimos cargarlo por primera vez: sus pulmones estaban un poco mejor, así que ya no estaba conectado a un respirador, sino solamente con un CPAP. Ese día fue mágico, me sentí realmente mamá al sostenerlo entre mis brazos. Mi esposo lo tomó entre sus manos y le empezó a hablar, tal como lo hacía cuando estaba en mi vientre, y su reacción fue abrir los ojitos y sonreír al escuchar su voz. Pude eternizar ese instante en una foto, que atesoramos en nuestra casa como una de las más valiosas.
Unos días antes de la fecha prevista de salida del hospital, tuvimos un pequeño revés, ya que el bebé se empezó a agitar, lo que significaba que sus pulmones aún no estaban listos para que nos fuéramos a casa. Con mucha tristeza tuvimos que dejarlo algunos días más.
Como mamá prematura, no es fácil vivir con la intranquilidad de no tenerlo en tu vientre y tampoco en casa contigo, simplemente conformarse con ir a visitarle y tomarle fotos y videos para los familiares y amigos que están pendientes. No es sencillo mantener la fe y la esperanza de un final feliz entre tanta incertidumbre, por eso siempre agradeceré a las enfermeras que nos apoyaron con su empatía, paciencia y dedicación, especialmente a miss Petra, quien era la jefa de enfermería e inclusive permitió que mi mamá entrara conmigo para conocer a su nieto; miss Zuraima, miss Jackie y miss Ana. A los médicos, gracias por su vocación y docencia, especialmente al doctor Castillero, a la doctora Yabel Saied y a la doctora Jesualda Sánchez, quienes le apoyaron los días que él no podía quedarse con Enrique. No nos alcanzará la vida para agradecerles el cuidar a nuestro hijo con tanta dedicación.
Hoy, Enrique Arturo tiene tres años, es un niño con mucha energía, risueño, con un gran sentido del humor. Gusta mucho de los aviones, helicópteros y los deportes, especialmente el básquetbol, como su papá y su abuelo. Asiste al maternal y goza del cariño de sus maestras. Aunque a veces se enferma bastante seguido, sabemos que contamos con el apoyo de su pediatra.
A las mamás y papás que estén pasando por una situación similar, es incierto el camino y no sabemos si habrá un final feliz; solamente nos queda no perder la fe en que son pequeños en tamaño, pero grandes en fortaleza y deseos de vivir. Nos queda atesorar esta experiencia como parte de nuestra historia, de su historia, todos los momentos superados, por el tiempo que nos toque vivir. Un fuerte abrazo para todos.