Siempre que escribo artículos sobre mis visitas a otras latitudes, delibero si debo hacerlo en el presente que vivo en dichos sitios o en el pasado en que se habrán convertido cuando el texto salga publicado. Es un dilema eterno al que no le veo solución. Entiendo, por supuesto, que no es un dilema horrible, pero algún día tenía que contárselos y es hoy.
Mientras escribo estoy sentada en mi cuarto de hotel en Nueva York. Es temprano en la mañana en Panamá y no tanto por acá, dado el cambio de hora por aquello del daylight savings time que no estoy muy segura de cómo se llama en español, pero sí muy segura de que jamás lo entenderé. Creo que es horario de verano pero no me crean porque no podría jurarlo sobre una Biblia.
Vine como suelo hacerlo desde hace varios años al The New Yorker Festival, siempre invitada por mi mamá y siempre feliz de tener la oportunidad de escuchar conferencias interesantísimas no solo de escritores, sino también de arquitectos, caricaturistas, productores de cine, profesores, cantantes, foodies; en fin, la lista es larga.
Este año la promotora de esta actividad y conocedora de todos los detalles importantes –mi mamá– no pudo venir, pero en su lugar cuento con la compañía de mi esposo, quien ha venido muy dispuesto a enterarse de qué es lo que hacemos cada año, durante el primer fin de semana de octubre, más unos días antes y otros después.
Durante el primer día de la visita hicimos 40 mil cosas. No se puede menos en una ciudad que tiene todo que ofrecer y aunque no estoy segura de que sea manzana, les garantizo que grande sí es. No necesariamente en tamaño, pero sí en oferta de lo que a uno se le pueda ocurrir. En las más de 12 horas que pasamos callejeando recorrimos calles inmaculadas y bonitas y otras no tanto, por no decir bastante sucias. Me abstengo de comentarios negativos por no ser malagradecida con el destino que me regaló un día fabuloso, a pesar de las esquinas llenas de basura.
Por un buen rato estuvimos mirando a las cuatro esquinas de la panza de un gran edificio tratando de descifrar en qué dirección estaba la línea del subway que queríamos tomar hasta que mi marido, dejando de lado la mala costumbre de todos los machos de la especie de seguir su instinto, decidió preguntar. Magnífica idea. Llegamos en un dos por tres a nuestro destino por debajo del tráfico que siempre puebla calles y avenidas. Porque nadie puede negar que es una ciudad “traficosa”.
Gracias a sus enormes aceras es fácil y muy divertido caminar de un lugar a otro y las horas que uno se pasa aplanando calle parecen minutos. Hasta que llega la noche, claro, y los pies se quejan. Nada de importancia.
¿Qué es lo que más me gusta de Nueva York? No lo sé. Me gusta todo. Me encantan los edificios viejos y nuevos, todos con alguna historia que contar, me fascina el teatro en todas sus modalidades, me divierte comer por las esquinas y también en algún lugar más decentillo, y qué decir de la gente que ofrece un espectáculo como pocos. A fin de cuentas la gente es siempre lo más interesante de todo lugar y darse tiempo para observarla es importante.
¿Qué pasará en los siguientes días de esta visita? Será material para otro escrito, supongo, pues ni modo que invente lo que no ha sucedido, aunque bien me lo puedo imaginar, pero eso sería mentirles ¿cierto? Por ahora ¡a callejear!